El uso y la contemplación - Octavio Paz
Bien plantada. No caída de arriba: surgida de abajo. Ocre, color de miel
quemada. Color de sol enterrado hace mil años y ayer desenterrado. Frescas
rayas verdes y anaranjadas cruzan su cuerpo todavía caliente. Círculos, grecas:
¿restos de un alfabeto dispersado? Barriga de mujer encinta, cuello de pájaro.
Si tapas y destapas su boca con la palma de la mano, te contesta con un
murmullo profundo, borbotón de agua que brota; si golpeas su panza con los
nudillos de los dedos, suelta una risa de moneditas de plata cayendo sobre las
piedras. Tienen muchas lenguas, habla el idioma del barro y el del mineral, el
del aire corriendo entre los muros de la cañada, el de las lavanderas mientras
lavan, el del cielo cuando se enoja, el de la lluvia. Vasija de barro cocido:
no la pongas en la vitrina de los objetos raros. Haría un mal papel. Su belleza
esta aliada al líquido que contiene y a la sed que apaga. Su belleza es
corporal: la veo, la toco, la huelo, la oigo. Si esta vacía, hay que llenarla;
si esta llena, hay que vaciarla. La tomo por el asa torneada como a una mujer
por el brazo, la alzo, la inclino sobre un jarro en el que vierto leche o
pulque –líquidos lunares que abren y cierran las puertas del amanecer y el
anochecer, el despertar y el dormir. No es un objeto para contemplar sino para
dar a beber.
Jarra de vidrio, cesta de mimbre, huipil de
manta de algodón, cazuela de madera: objetos hermosos no a despecho sino
gracias a su utilidad. La belleza les viene por añadidura, como el olor y el
color a las flores. Su belleza es inseparable de su función: son hermosos
porque son útiles. Las artesanías pertenecen a un mundo anterior a la
separación entre lo útil y lo hermoso. Esa separación es mas reciente de lo que
se piensa: muchos de los objetos que se acumulan en nuestros museos y
colecciones particulares pertenecieron a ese mundo en donde la hermosura no era
un valor aislado y autosuficiente. La sociedad estaba dividida en dos grandes
territorios, lo profano y lo sagrado. En ambos la belleza estaba subordinada,
en un caso a la utilidad y en el otro a la eficacia mágica. Utensilio,
talismán, símbolo: la belleza era el aura del objeto, la consecuencia –casi
siempre involuntaria- de la relación secreta entre su hechura y su sentido. La
hechura: cómo está hecha una cosa; el sentido: para qué está hecha. Ahora todos
esos objetos, arrancados de su contexto histórico, su función específica y su
significado original, se ofrecen a nuestros ojos como divinidades enigmáticas y
nos exigen adoración. El tránsito de la catedral, el palacio, la tienda del
nómada, el boudoir de la cortesana y
la cueva del hechicero al museo fue una transmutación mágico-religiosa: los
objetos se volvieron iconos. Esta idolatría comenzó en el Renacimiento y desde
el siglo XVIII es una de las religiones de Occidente (la otra es la política).
Ya sor Juana Inés de la Cruz
se burlaba con gracia, en plena edad barroca, de la superstición estética: “la
mano de una mujer- dice- es blanca y hermosa por ser de carne y hueso, no de
marfil ni plata; yo la estimo no
porque luce sino porque agarra”.
La religión del arte nació, como la religión de la política, de las ruinas del cristianismo. El arte heredo de la antigua religión el poder de consagrar a las cosas e infundirles una suerte de eternidad: los museos son nuestros templos y los objetos que se exhiben en ellos están más allá de la historia. La política –más exactamente: la Revolución- confiscó la otra función de la religión: cambiar al hombre y a la sociedad. El arte fue un ascetismo, un heroísmo espiritual;la Revolución
fue la construcción de una iglesia universal. La misión del artista consistió
en la transmutación del objeto; la del líder revolucionario en la
transformación de la naturaleza humana. Picasso y Stalin. El proceso ha sido
doble: en la esfera de la política las ideas se convirtieron en ideología y las
ideologías en idolatrías; los objetos de arte, a su vez, se volvieron ídolos y
los ídolos se transformaron en ideas. Vemos a las obras de arte con el mismo
recogimiento –aunque con menos provecho- con que el sabio de la antigüedad
contemplaba el cielo estrellado: esos cuadros y esas esculturas son, como los
cuerpos celestes, ideas puras. La religión artística es un neoplatonismo que no
se atreve a confesar su nombre –cuando no es una guerra santa contra los
infieles y los herejes. La historia del arte moderno puede dividirse en dos
corrientes: la contemplativa y la combativa. A la primera pertenecen tendencias
como el cubismo y el arte abstracto; a la segunda, movimientos como el
futurismo, el dadaísmo y el surrealismo. La mística y la cruzada.
La religión del arte nació, como la religión de la política, de las ruinas del cristianismo. El arte heredo de la antigua religión el poder de consagrar a las cosas e infundirles una suerte de eternidad: los museos son nuestros templos y los objetos que se exhiben en ellos están más allá de la historia. La política –más exactamente: la Revolución- confiscó la otra función de la religión: cambiar al hombre y a la sociedad. El arte fue un ascetismo, un heroísmo espiritual;
El movimiento de los astros y los planetas era para los antiguos la imagen de
la perfección: ver la armonía celeste era oírla y oírla era comprenderla. Esta
visión religiosa y filosófica reaparece en nuestra concepción del arte. Cuadros
y esculturas no son, para nosotros, cosas hermosas o feas sino entes
intelectuales y sensibles, realidades espirituales, formas en que se
manifiestan las Ideas. Antes de la revolución estética el valor de las obras de
arte estaba referido a otro valor. Ese valor era el nexo entre la belleza y el
sentido: los objetos de arte eran cosas que eran formas sensibles que eran
signos. El sentido de una obra era plural, pero todos sus sentidos estaban
referidos a un significante último, en el cual el sentido y el ser se
confundían en un nudo indisoluble: la divinidad. Transposición moderna: para
nosotros el objeto artístico es una realidad autónoma y autosuficiente y su
sentido ultimo no esta más allá de la obra, sino en ella misma. Es un sentido
más allá –o más acá- del sentido; quiero decir: no posee ya referencia alguna.
Como la divinidad cristina, los cuadros de Pollock no significan: son.
En las obras de arte modernas el sentido se disipa en la irradiación del ser.
El acto de ver se transforma en una operación intelectual que es también un
rito mágico: ver es comprender y comprender es comulgar. Al lado de la
divinidad y sus creyentes, los teólogos: los críticos de arte. Sus
lucubraciones no son menos abstrusas que las de los escolásticos medievales y
los doctores bizantinos, aunque son menos rigurosas. Las cuestiones que
apasionaron a Orígenes, Alberto el Magno, Abelardo y Santo Tomás reaparecen en
las disputas de nuestros críticos de arte, solo que disfrazadas y banalizadas.
El parecido no se detiene ahí: a las divinidades y a los teólogos que las
explican hay que añadir los mártires. En el siglo XX hemos visto al Estado
soviético perseguir a los poetas y a los artistas con la misma ferocidad con
que lo dominicanos extirparon la herejía albigense.
Es natural que la ascensión y santificación de la obra de arte haya provocado
periódicas rebeliones y profanaciones. Sacar al fetiche de su nicho,
pintarrajearlo, pasearlo por las calles con orejas y cola de burro, arrastrarlo
por el suelo, pincharlo y mostrar que esta relleno de aserrín, que no es nada
ni nadie y que no significa nada –y después volver a entronizarlo. El dadaísta
Huelsenbeck dijo en un momento de exasperación: “el arte necesita una buena
zurra”. Tenía razón, solo que los cardenales que dejaron esos azotes en el
cuerpo del objeto dadaísta fueron como las condecoraciones en los pechos de los
generales: le dieron más respetabilidad. Nuestros museos están repletos de
anti-obras de arte y de obras de anti-arte. Más hábil que Roma, la religión
artística ha asimilado todos los cismas.
No niego que la contemplación de tres sardinas en un plato o de un triangulo y
un rectángulo pueden enriquecernos espiritualmente; afirmo que la repetición de
ese acto degenera pronto en rito aburrido. Por eso los futuristas, ante el
neoplatonismo cubista, pidieron volver al tema. La reacción era sana y, al
mismo tiempo, ingenua. Con mayor perspicacia los surrealistas insistieron en
que la obra de arte debería decir algo. Como reducir la obra a su contenido o a
su mensaje hubiera sido una tontería, acudieron a una noción que Freud había
puesto en circulación: el contenido
latente. Lo que dice la obra de arte no es su contenido manifiesto sino lo
que dice sin decir: aquello que esta detrás de las formas, los colores y las
palabras. Fue una manera de aflojar, sin desatarlo del todo, el nudo teológico
entre el ser y el sentido para preservar, hasta donde fuese posible, la ambigua
relación entre ambos términos.
El más radical fue Duchamp: la obra pasa por los sentidos, pero no se detiene
en ellos. La obra no es una cosa: es un abanico de signos que, al abrirse y
cerrarse, nos deja ver y nos oculta, alternativamente, su significado. La obra
de arte es una señal de inteligencia que se intercambian el sentido y el
sin-sentido. El peligro de esta actitud –un peligro del que (casi) siempre
Duchamp escapó- es caer del otro lado y quedarse con el concepto y sin el arte,
con la trouvaille y sin la cosa. Eso
es lo que ha ocurrido con sus imitadores. Hay que agregar que, además, con
frecuencia se quedan sin el arte y sin el concepto. Apenas si vale la pena
repetir que el arte no es concepto: el arte es cosa de los sentidos. Más
aburrida que la contemplación de la naturaleza muerta es la especulación del
pseudo concepto. La religión artística moderna gira sobre si misma sin
encontrar la vía de salida: va de la negación del sentido por el objeto a la
negación del objeto por el sentido.
La Revolución industrial fue la otra cara de la revolución artística. A la consagración de la obra de arte como objeto único correspondió la producción cada vez mayor de utensilios idénticos y cada vez más perfectos. Como los museos, nuestras casas se llenaron de ingeniosos artefactos. Instrumentos exactos, serviciales, mudos y anónimos. En un comienzo, las preocupaciones estéticas apenas si jugaron un papel en la producción de objetos útiles. Mejor dicho, esas preocupaciones produjeron resultados distintos a los imaginados por los fabricantes. La fealdad de muchos objetos de la prehistoria del diseño industrial –una fealdad no sin encanto- se debe a la superposición: el elemento “artístico”, generalmente tomado del arte académico de la época, se yuxtapone al objeto propiamente dicho. El resultado no siempre ha sido desafortunado y muchos de esos objetos –pienso en los de la época victoriana y también en los del modern style- pertenecen a la misma familia de las sirenas y las esfinges. Una familia regida por el que podría llamarse la estética de la incongruencia. En general, la evolución del objeto industrial de uso diario ha seguido la de los estilos artísticos. Casi siempre ha sido una derivación –a veces caricatura, otras copia feliz- de la tendencia artística en boga. El diseño industrial ha ido a la zaga del arte contemporáneo y ha imitado los estilos cuando estos ya habían perdido su novedad inicial y estaban a punto de convertirse en lugares comunes estéticos.
El diseño contemporáneo ha intentado encontrar por otras vías –las suyas
propias- un compromiso entre la utilidad y la estética. A veces lo ha logrado,
pero el resultado ha sido paradójico. El ideal estético del arte funcional
consiste en aumentar la utilidad del objeto en proporción directa a la
disminución de su materialidad. La simplificación de las formas se traduce en
esta fórmula: al máximo de rendimiento corresponde el mínimo de presencia.
Estética más bien de orden matemático: la elegancia
de una ecuación consiste en la simplicidad y en la necesidad de su solución. El
ideal del diseño es la invisibilidad: los objetos funcionales son tanto más
hermosos cuanto menos visibles. Curiosa transposición de los cuentos de hadas y
de las leyendas árabes a un mundo gobernado por la ciencia y las nociones de
utilidad y máximo rendimiento: el diseñador sueña con objetos que, como los genii, sean servidores intangibles. Lo
contrario de la artesanía, que es una presencia física que nos entra por los
sentidos y en la que se quebranta continuamente el principio de la utilidad en
beneficio de la tradición, la fantasía y aun el capricho. La belleza del diseño
industrial es de orden conceptual: si algo expresa, es la justeza de una fórmula.
Es el signo de una función. Su racionalidad lo encierra en una alternativa:
sirve o no sirve. En el segundo caso hay que echarlo al basurero. La artesanía
no nos conquista únicamente por su utilidad. Vive en complicidad con nuestros
sentidos y de ahí que sea tan difícil desprendernos de ella. Es como echar a un
amigo a la calle.
Hay un momento en el que el objeto industrial se convierte al fin en una presencia con un valor estético: cuando se vuelve inservible. Entonces se transforma en un símbolo o en un emblema. La locomotora que canta Whitman es una máquina que se ha detenido y que ya no transporta en sus vagones ni pasajeros ni mercancías: es un monumento inmóvil a la velocidad. Los discípulos de Whitman –Valéry Larbaud y los futuristas italianos- exaltaron la hermosura de las locomotoras y los ferrocarriles justamente cuando los otros medios de comunicación –el avión, el auto- comenzaban a desplazarlos. Las locomotoras de esos poetas equivalen a las ruinas artificiales del siglo XVIII: son un complemento del paisaje. El culto al maquinismo es un naturalismo au rebours: utilidad que se vuelve belleza inútil, órgano sin función. Por las ruinas la historia se reintegra a la naturaleza, lo mismo si estamos ante las piedras desmoronadas de Nínive que ante un cementerio de locomotoras en Pensilvania. La afición a las máquinas y aparatos en desuso no es solo una prueba más de la incurable nostalgia que siente el hombre por el pasado sino que revela una fisura en la sensibilidad moderna: nuestra incapacidad para asociar belleza y utilidad. Doble condenación: la religión artística nos prohíbe considerar hermoso lo útil; el culto a la utilidad nos lleva a concebir la belleza no como una presencia sino como una función. Tal vez a esto se deba la extraordinaria pobreza de la técnica como proveedora de mitos: la aviación realiza un viejo sueño que aparece en todas las sociedades, pero no ha creado figuras comparables a Icaro y Faetonte.
Hay un momento en el que el objeto industrial se convierte al fin en una presencia con un valor estético: cuando se vuelve inservible. Entonces se transforma en un símbolo o en un emblema. La locomotora que canta Whitman es una máquina que se ha detenido y que ya no transporta en sus vagones ni pasajeros ni mercancías: es un monumento inmóvil a la velocidad. Los discípulos de Whitman –Valéry Larbaud y los futuristas italianos- exaltaron la hermosura de las locomotoras y los ferrocarriles justamente cuando los otros medios de comunicación –el avión, el auto- comenzaban a desplazarlos. Las locomotoras de esos poetas equivalen a las ruinas artificiales del siglo XVIII: son un complemento del paisaje. El culto al maquinismo es un naturalismo au rebours: utilidad que se vuelve belleza inútil, órgano sin función. Por las ruinas la historia se reintegra a la naturaleza, lo mismo si estamos ante las piedras desmoronadas de Nínive que ante un cementerio de locomotoras en Pensilvania. La afición a las máquinas y aparatos en desuso no es solo una prueba más de la incurable nostalgia que siente el hombre por el pasado sino que revela una fisura en la sensibilidad moderna: nuestra incapacidad para asociar belleza y utilidad. Doble condenación: la religión artística nos prohíbe considerar hermoso lo útil; el culto a la utilidad nos lleva a concebir la belleza no como una presencia sino como una función. Tal vez a esto se deba la extraordinaria pobreza de la técnica como proveedora de mitos: la aviación realiza un viejo sueño que aparece en todas las sociedades, pero no ha creado figuras comparables a Icaro y Faetonte.
El objeto industrial tiende a desaparecer como forma y a confundirse con su
función. Su ser es su significado y su significado es ser útil. Está en el otro
extremo de la obra de arte. La artesanía es una mediación: sus formas no están
regidas por la economía de la función sino por el placer, que siempre es un
gasto y que no tiene reglas. El objeto industrial no tolera lo superfluo; la
artesanía se complace en los adornos. Su predilección por la decoración es una
transgresión de la utilidad. Los adornos del objeto artesanal generalmente no
tienen función alguna y de ahí que, obediente a su estética implacable, el
diseñador industrial los suprima. La persistencia y proliferación del adorno en
la artesanía revelan una zona intermediaria entre la utilidad y la
contemplación estética. En la artesanía hay un continuo vaivén entre utilidad y belleza; ese vaivén tiene un nombre:
placer. Las cosas son placenteras porque son útiles y hermosas. La conjunción copulativa (y) define a la artesanía como la conjunción disyuntiva define al
arte y a la técnica: utilidad o belleza.
El objeto artesanal satisface una necesidad de recrearnos con las cosas que
vemos y tocamos, cualesquiera que sean sus usos diarios. Esa necesidad no es
reducible al ideal matemático que norma al diseño industrial ni tampoco al
rigor de la religión artística. El placer que nos da la artesanía brota de una
doble transgresión: al culto a la utilidad y a la religión del arte.
Hecho con las manos, el objeto artesanal guarda impresas, real o
metafóricamente, las huellas digitales del que lo hizo. Esas huellas no son la firma del artista, no son un nombre;
tampoco son una marca. Son más bien una señal: la cicatriz casi borrada que
conmemora la fraternidad original de los hombres. Hecho por las manos, el
objeto artesanal está hecho para las manos: no sólo lo podemos ver sino que lo
podemos palpar. A la obra de arte la vemos, pero no la tocamos. El tabú
religioso que nos prohíbe tocar a los santos –“te quemaras las manos si tocas la Custodia ”, nos decían
cuando éramos niños- se aplica también a los cuadros y las esculturas. Nuestra
relación con el objeto industrial es funcional; con la obra de arte,
semirreligiosa; con la artesanía, corporal. En verdad no es una relación, sino
un contacto. El carácter transpersonal de la artesanía se expresa directa e
inmediatamente en la sensación: el cuerpo es participación. Sentir es, ante
todo, sentir algo o alguien que no es nosotros. Sobre todo: sentir con alguien.
Incluso para sentirse a si mismo, el cuerpo busca otro cuerpo. Sentimos a través
de los otros. Los lazos físicos y corporales que nos unen con los demás no son
menos fuertes que los lazos jurídicos, económicos y religiosos. La artesanía es
un signo que expresa a la sociedad no como trabajo (técnica) ni como símbolo
(arte, religión) sino como vida física compartida.
La jarra de agua o de vino en el centro de la mesa es un punto de
confluencia, un pequeño sol que une a los comensales. Pero ese jarro que nos
sirve a todos para beber, mi mujer puede transformalo en un florero. La
sensibilidad personal y la fantasía desvían al objeto de su función e
interrumpen su significado: ya no es un recipiente que sirve para guardar un
líquido sino para mostrar un clavel. Desviación e interrupción que conectan al
objeto con otra región de la sensibilidad: la imaginación. Esa imaginación es
social: el clavel de la jarra es también un sol metafórico compartido con
todos. En su perpetua oscilación entre belleza y utilidad, placer y servicio,
el objeto artesanal nos da lecciones de sociabilidad. En las fiestas y
ceremonias su irradiación es aun más intensa y total. En la fiesta la
colectividad comulga consigo misma y esa comunión se realiza a través de
objetos rituales que son casi siempre obras artesanales. Si la fiesta es
participación en el tiempo original –la colectividad literalmente reparte entre
sus miembros, como un pan sagrado, la fecha que conmemora- la artesanía es una
suerte de fiesta del objeto: transforma el utensilio en signo de la
participación.
El artista antiguo quería parecerse a sus mayores, ser digno de ellos a través de la imitación. El artista moderno quiere ser distinto y su homenaje a la tradición es negarla. Cuando busca una tradición, la busca fuera de Occidente, en el arte de los primitivos o en el de otras civilizaciones. El arcaísmo del primitivo o la antigüedad del objeto sumerio o maya, por ser negaciones de la tradición de Occidente, son formas paradójicas de la novedad. La estética del cambio exige que cada obra sea nueva y distinta de las que la preceden; a su vez, la novedad implica la negación de la tradición inmediata. La tradición se convierte en una sucesión de rupturas. El frenesí del cambio también rige a la producción industrial, aunque por razones distintas: cada objeto nuevo, resultado de un nuevo procedimiento, desaloja al objeto que lo precede. La historia de la artesanía no es una sucesión de invenciones ni de obras únicas (o supuestamente únicas). En realidad, la artesanía no tiene historia, si concebimos a la historia como una serie ininterrumpida de cambios. Entre su pasado y su presente no hay ruptura, sino continuidad. El artista moderno esta lanzado a la conquista de la eternidad y el diseñador a la del futuro; el artesano se deja conquistar por el tiempo. Tradicional pero no histórico, atado al pasado pero libre de fechas, el objeto artesanal nos enseña a desconfiar de los espejismos de la historia y las ilusiones del futuro. El artesano no quiere vencer al tiempo, sino unirse a su fluir. A través de repeticiones que son asimismo imperceptibles pero reales variaciones, sus obras persisten. Así sobreviven al objeto up-to-date.
El diseño industrial tiende a la impersonalidad. Esta sometido a la tiranía de
la función y su belleza radica en esa sumisión. Pero la belleza funcional solo
se realiza plenamente en la geometría y solo en ella verdad y belleza son una y
la misma cosa; en las artes propiamente dichas, la belleza nace de una
necesaria violación de las normas. La belleza nace de una necesaria violación
de las normas. La belleza –mejor dicho: el arte- es una transgresión de la
funcionalidad. El conjunto de esas transgresiones constituye lo que llamamos un
estilo. El ideal del diseñador, si fuese lógico consigo mismo, debería ser la
ausencia de estilo: las formas reducidas a su función; el del artista, un
estilo que empezase y terminase en cada obra de arte. (Tal vez fue esto lo que
se propusieron Mallarmé y Joyce.) Solo que ninguna obra de arte principia y
acaba en ella misma. Cada uno es un lenguaje a un tiempo personal y colectivo:
un estilo, una manera. Los estilos son comunales. Cada obra de artes es una
desviación y una confirmación del estilo de su tiempo y de su lugar: al
violarlo, lo cumple. La artesanía, otra vez, esa en una posición equidistante:
como el diseño, es anónima; como la obra de arte, es un estilo. Frente al
diseño, el objeto artesanal es anónimo pero no impersonal; frente a la obra de
arte, subraya el carácter colectivo del estilo y nos revela que el engreído yo
del artista es un nosotros.
La técnica es internacional. Sus construcciones, sus procedimientos y sus
productos son los mismos en todas partes. Al suprimir las particularidades y
peculiaridades nacionales y regionales, empobrece al mundo. A través de su
difusión mundial, la técnica se ha convertido en el agente más poderoso de la
entropía histórica. El carácter negativo de su acción puede condensarse en esta
frase: uniforma sin unir. Aplana las diferencias entre las distintas culturas y
estilos nacionales, pero no extirpa las rivalidades y los odios entre los
pueblos y los Estado. Después de transformar a los rivales en gemelos
idénticos, los arma con las mismas armas. El peligro de la técnica no reside
únicamente en la índole mortífera de muchas de sus invenciones sino en que
amenaza en su esencia al proceso histórico. Al acabar con la diversidad de las
sociedades y culturas, acaba con la historia misma. La asombrosa variedad de
las sociedades produce la historia: encuentros y conjunciones de grupos y
culturas diferentes y de técnicas e ideas extrañas. El proceso histórico tiene
una indudable analogía con el doble fenómeno que los biólogos llaman imbreeding
y outbreeding y los antropologos endogamia y exogamia. Las grandes
civilizaciones han sido síntesis de distintas y contradictorias culturas. Ahí
donde una civilización no ha tendido que afrontar la amenaza y el estimulo de
otra civilización –como ocurrió con la América precolombina hasta el siglo XVI- su
destino es marcar el paso y caminar en círculos. La experiencia del otro es el
secreto del cambio, también el de la vida.
La técnica moderna ha operado transformaciones numerosas y profundas, pero todas en la misma dirección y con el mismo sentido: la extirpación el otro. Al dejar intacta la agresividad de los hombres y al uniformarlos, ha fortalecido las causas que tienden a su extinción. En cambio, la artesanía ni siquiera es nacional: es local. Indiferente a las fronteras y a los sistemas de gobierno, sobrevive a las republicas y a los imperios: la alfarería, la cestería y los instrumentos músicos que aparecen en los frescos de bonampak han sobrevivido a los sacerdotes mayas, los guerreros aztecas, los frailes coloniales y los presientes mexicanos. Sobrevivirán también a los turistas norteamericanos. Los artesanos no tienen patria: son de su aldea. Y más: son de su barrio y aun de su familia. Los artesanos nos defienden de la unificación de la técnica y de sus desiertos geométricos. Al preservar las diferencias, preservan la fecundidad de la historia.
La técnica moderna ha operado transformaciones numerosas y profundas, pero todas en la misma dirección y con el mismo sentido: la extirpación el otro. Al dejar intacta la agresividad de los hombres y al uniformarlos, ha fortalecido las causas que tienden a su extinción. En cambio, la artesanía ni siquiera es nacional: es local. Indiferente a las fronteras y a los sistemas de gobierno, sobrevive a las republicas y a los imperios: la alfarería, la cestería y los instrumentos músicos que aparecen en los frescos de bonampak han sobrevivido a los sacerdotes mayas, los guerreros aztecas, los frailes coloniales y los presientes mexicanos. Sobrevivirán también a los turistas norteamericanos. Los artesanos no tienen patria: son de su aldea. Y más: son de su barrio y aun de su familia. Los artesanos nos defienden de la unificación de la técnica y de sus desiertos geométricos. Al preservar las diferencias, preservan la fecundidad de la historia.
El artesano no se define ni por su nacionalidad ni por su religión. No es leal
a una idea ni a una imagen, sino a una practica: su oficio. El trabajo del
artesano raras veces es solitario y tampoco es exageradamente especializado,
como en la industria. Su jornada no esta dividida por un horario rígido sino
por un ritmo que tiene más que ver con el del cuerpo y la sensibilidad que con
las necesidades abstractas de la producción. Mientras trabaja puede conversar
y, a veces, cantar. Su jefe no es un personaje invisible sino un viejo que es
su maestro y que casi siempre es su pariente o, por lo menos, su vecino. Es
revelador que, a pesar de su naturaleza marcadamente colectivista, el taller
artesanal no haya servido de modelo a ninguna de las grandes utopías de Occidente.
De la ciudad del sol de Campanella al falansterio de Fourier y de este a la
sociedad comunista de Marx, los prototipos del hombre social perfecto no han
sido los artesanos sino los sabios-sacerdotes, los jardineros-filósofos y el
obrero universal, en el que la praxis y la ciencia se funden. No pienso, claro,
que el taller de los artesanos sea la imagen de la perfección; creo que su
misma imperfección nos indica como podríamos humanizar a nuestra sociedad: su
imperfección es la de los hombres, no la de los sistemas. Por sus dimensiones y
por el numero de personas que la componen, la comunidad de los artesanos es
propicia a la convivencia democrática; su organización es jerárquica pero no
autoritaria y su jerarquía no esta fundada en el poder sino en el saber hacer:
maestros, oficiales, aprendices; en fin, el trabajo artesanal es un quehacer
que participa también del juego y de la creación. Después de habernos dado una
lección de sensibilidad y fantasía, la artesanía nos da una de política.
Todavía hace unos pocos años la opinión general era que las artesanías
estaban condenadas a desaparecer, desplazadas por la industria. Hoy ocurre
precisamente lo contrario: para bien o para mal, los objetos hechos con las
manos son ya parte del mercado mundial. Los productos de Afganistán y de Sudan
se venden en los mismo almacenes en que pueden comprarse las novedades del
diseño industrial de Italia o del Japón. El renacimiento es notable sobre todo
en los países industrializados y afecta lo mismo al consumidor que al productor.
Ahí donde la concentración industrial es mayor –por ejemplo: en Massachussets-
asistimos a la resurrección de los viejos oficios de alfarero, carpintero,
vidriero; muchos jóvenes, hombres y mujeres, hastiados y asqueados de la
sociedad moderna, han regresado al trabajo artesanal. En los países dominados
(a destiempo) por el fanatismo de la industrialización, también se ha operado
una revitalización de la artesanía. Con frecuencia los gobiernos mismos
estimulan la producción artesanal. El fenómeno es turbador, porque la solicitud
gubernamental esta inspirada generalmente por razones comerciales. Los
artesanos que hoy son el objeto del paternalismo de los planificadores
oficiales, ayer apenas estaban amenazados por los proyectos de modernización de
esos mismos burócratas, intoxicados por las teorías económicas aprendidas en
Moscú, Londres o Nueva Cork. Las burocracias son las enemigas naturales del
artesano y cada vez que pretenden “orientarlo”, deforman su sensibilidad,
mutilan su imaginación y degradan sus obras.
La vuelta a la artesanía en los Estados Unidos y en Europa occidental es
uno de los síntomas del gran cambio de la sensibilidad contemporánea. Estamos
ante otra expresión de la crítica a la religión abstracta del progreso y a la
visión cuantitativa del hombre y la naturaleza. Cierto, para sufrir la
decepción del progresa hay que pasar antes por la experiencia del progreso. No
es fácil que los países subdesarrollados compartan esta desilusión, incluso si
es cada vez más palpable el carácter ruinoso de la súper productividad
industrial. Nadie aprende en cabeza ajena. No obstante, ¿Cómo no ver en que ha
pardo la creencia en el progreso infinito? Si toda civilización termina en un
montón de ruinas –hacinamiento de estatuas rotas, columnas desplomadas,
escrituras desgarradas- las de la sociedad industrial son doblemente
impresionantes: por inmensas y por prematuras. Nuestras ruinas empiezan a ser
más grandes que nuestras construcciones y amenazan con enterrarnos en vida. Por
eso la popularidad de las artesanías es un signo de salud, como lo es la vuelta
a Thoreau y a Blake o el redescubrimiento de Fourier. Los sentidos, el instinto
y la imaginación preceden siempre a la razón. La crítica a nuestra civilización
fue iniciada por los poetas románticos justamente al comenzar la era
industrial. La poesía del siglo XX recogió y profundizo la revuelta romántica,
pero solo ahora esa rebelión espiritual penetra en el espíritu de las mayorías.
La sociedad moderna empieza a dudar de los principios que la fundaron hace dos
siglos y busca cambiar de rumbo. Ojala que no sea demasiado tarde.
El destino de la obra de arte es la eternidad refrigerada del museo; el destino del objeto industrial es el basurero. La artesanía escapa al museo y, cuando cae en sus vitrinas, se defiende con honor: no es un objeto único sino una muestra. Es un ejemplar cautivo, no un ídolo. La artesanía no corre parejas con el tiempo y tampoco quiere vencerlo. Los expertos examinan periódicamente los avances de la muerte en las obras de arte: las grietas en la pintura, el desvanecimiento de las líneas, el cambio de los colores, la lepra que corroe lo mismo a los frescos de Amanta que a las telas de Leonardo. La obra de arte, como cosa, no es eterna. ¿Y como idea? También las ideas envejecen y mueren. Pero los artistas olvidan con frecuencia que su obra es dueña del secreto del verdadero tiempo: no la hueca eternidad sino la vivacidad del instante. Además, la obra de arte tiene la capacidad de fecundar los espíritus y resucitar, incluso como negación, en las obras que son su descendencia.Para el objeto industrial no hay resurrección: desaparece con la misma rapidez con que aparece. Si no dejase huellas, seria realmente perfecto; por desgracia, tiene un cuerpo y, una vez que ha dejado de servir, se transforma en desperdicio difícilmente destructible. La indecencia de la basura no es menos patética que la de la falsa eternidad del museo.La artesanía no quiere durar milenios ni esta poseída por la prisa de morir pronto. Transcurre con los días, fluye con nosotros, se gasta poco a poco, no busca a la muerte ni la niega: la acepta. Entre el tiempo sin tiempo del museo y el tiempo acelerado de la técnica, la artesanía es el latido del tiempo humano. Es un objeto útil pero que también es hermoso; un objeto que dura pero que se acaba y se resigna a acabarse; un objeto que no es único como la obra de arte y que puede ser reemplazado por otro objeto parecido pero no idéntico. La artesanía nos enseña a morir y así nos enseña a vivir.
El destino de la obra de arte es la eternidad refrigerada del museo; el destino del objeto industrial es el basurero. La artesanía escapa al museo y, cuando cae en sus vitrinas, se defiende con honor: no es un objeto único sino una muestra. Es un ejemplar cautivo, no un ídolo. La artesanía no corre parejas con el tiempo y tampoco quiere vencerlo. Los expertos examinan periódicamente los avances de la muerte en las obras de arte: las grietas en la pintura, el desvanecimiento de las líneas, el cambio de los colores, la lepra que corroe lo mismo a los frescos de Amanta que a las telas de Leonardo. La obra de arte, como cosa, no es eterna. ¿Y como idea? También las ideas envejecen y mueren. Pero los artistas olvidan con frecuencia que su obra es dueña del secreto del verdadero tiempo: no la hueca eternidad sino la vivacidad del instante. Además, la obra de arte tiene la capacidad de fecundar los espíritus y resucitar, incluso como negación, en las obras que son su descendencia.Para el objeto industrial no hay resurrección: desaparece con la misma rapidez con que aparece. Si no dejase huellas, seria realmente perfecto; por desgracia, tiene un cuerpo y, una vez que ha dejado de servir, se transforma en desperdicio difícilmente destructible. La indecencia de la basura no es menos patética que la de la falsa eternidad del museo.La artesanía no quiere durar milenios ni esta poseída por la prisa de morir pronto. Transcurre con los días, fluye con nosotros, se gasta poco a poco, no busca a la muerte ni la niega: la acepta. Entre el tiempo sin tiempo del museo y el tiempo acelerado de la técnica, la artesanía es el latido del tiempo humano. Es un objeto útil pero que también es hermoso; un objeto que dura pero que se acaba y se resigna a acabarse; un objeto que no es único como la obra de arte y que puede ser reemplazado por otro objeto parecido pero no idéntico. La artesanía nos enseña a morir y así nos enseña a vivir.
Cambridge, Mass., 7 de diciembre de 1973
Extrato de In/mediaciones, Barcelona, Seix Barral, 1979.
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